Sunday, November 16, 2014

El juguete favorito



Van treinta y cinco años que llevo viviendo en este lugar. Por más que lo he intentado, no consigo hacerlo mi hogar. Ya estoy harto, la comida siempre es rancia y apesta, mi dormitorio hiede, mis ropas están sucias, los médicos son nefastos e incompetentes, y el director es un maldito corrupto y ratero. 
No hay mucho qué hacer. Ya he leído todos los libros que me dicen que lea, ya he visto todas las películas que me ponen, ya he pintado varios cuadros, he leído diariamente el periódico, he escrito sobre lo que me recomiendan que escriba, he entregado los reportes puntualmente, he conversado con los demás constantemente... ¡Ya estuvo bien, ya no los soporto!
—Disculpe, doc., ¿y qué si no me da la gana hacerlo? 
¡Qué pregunta tan más estúpida! Con justicia, la prescripción: tres horas con camisa de fuerza y charla con el loquero. 
—Disculpe, doc., en el periódico de hoy salió un reportaje sobre un tipo que le robó a un anciano todo lo que tenía y por ello después murió de hambre; otro sobre alguien que asesinó a tres hombres que tenía secuestrados debido a que no le fue pagado lo que pidió; y otro sobre un policía que disparó y mató a una mujer cuando no estaba en servicio. ¿A esos también los van a traer acá? 
¡Ay, Miguelito, cuándo aprenderás a cerrar la boca! Entiende que ya te habían dicho que no es lo mismo, que lo tuyo es un caso especial. Pero es que ya quiero salir de aquí. ¿Para qué? ¿Cuál es  la diferencia? No lo sé, maldita sea, ¡ya me desesperé! 
—Tranquilízate, Miguel, ¿pues qué fue lo que hiciste?
¡No sé, carajo, no lo sé! Pienso y pienso sobre lo que ocurrió, en por qué llegué aquí, y no lo consigo. Mira, yo tenía un automóvil a escala de juguete que mis padres me habían regalado en un cumpleaños. Era mi juguete favorito.
Fue el día del incendio cuando todo sucedió. Según los peritajes, el incendio fue ocasionado por un descuido de uno de los cocineros de la cafetería que había dejado una perilla de la estufa abierta, el gas se esparció por toda la cocina y bastó una leve chispa para que hiciera ignición. 
Estábamos todos en el salón de clases, cuando escuchamos la sirena en los pasillos. El humo no tardó en propagarse por las instalaciones de la escuela, haciendo cada vez menos posible ver los alrededores. La profesora nos ordenó que mantuviéramos la calma, que cubriéramos nuestra nariz con la playera y que saliéramos gateando. 
El fuego ya había llegado hasta nuestro salón, cuando la profesora cometió la estupidez de romper una de las ventanas para poder escapar. Por supuesto, ello sólo logró avivar el fuego. 
Me apresuré a llegar a la puerta lo antes posible, sin embargo, ya afuera del salón, recordé que había olvidado mi juguete en mi pupitre, por lo que decidí regresar por él. Cuando con mucho esfuerzo llegué y logré abrir el pupitre y ver mi coche, escuché que alguien gritaba pidiendo auxilio. La profesora, que ya había llegado hasta la puerta, al oír el grito miró sobre su hombro y me ordenó que ayudara a mi compañero a salir, pues una de sus piernas se había atascado en un pupitre. 
Sabía que no quedaba mucho tiempo, del techo caían pedazos de madera al rojo vivo y ya casi era imposible respirar. Volteé a ver intermitentemente a la profesora, a mi juguete y a mi compañero. Las llamas cada vez se hacían más intensas y el humo más denso. Volví a mirar a mi compañero, a mi juguete, a mi compañero, a mi juguete. Segundos después, tomé mi automóvil y gateé lo más rápido que pude hacia la puerta.
La profesora no paraba de gritarme y yo no comprendía el porqué. El fuego ya era abrasador y nos dirigimos hacia la salida de emergencia. Ella continuaba gritando y chillando.
 Ya afuera, me propinó varias cachetadas y yo seguía sin entender por qué. Cuando llegaron los policías, ella les dijo que no me permitieran irme y que era yo un loco. Después, ella describió lo acontecido a mis progenitores, a la policía y a los medios de comunicación locales. 
Durante los días siguientes, era costumbre poder observar desde la ventana de mi cuarto a una muchedumbre gritando consignas contra mí y cargando pancartas que mostraban a las cámaras de los noticieros. Recuerdo que la multitud enfurecía más y más cada que en las entrevistas mis padres decían que yo era inofensivo, que seguramente la profesora había tergiversado los hechos debido al nerviosismo y el miedo, y que la prueba de ello era que yo seguía pacíficamente con mi vida.
Para tratar de tranquilizar la marea, el fiscal del condado consiguió que el juez ordenara que diariamente me visitara un psicólogo a la casa. Todas y cada una de las sesiones fueron iguales:
"—¿Tus padres te maltratan o te han maltratado alguna vez? 
—No.
—¿Se encargan de alimentarte bien? 
—Sí, como muy bien.
—Cuando los ves, ¿sientes odio o cariño por ellos?
—Cariño.
—¿Cuando te encuentras rodeado de gente que no conoces, qué sientes?
—Nada, me da igual.
—¿Tienes amigos?
—Sí, varios, pero Felipe es mi mejor amigo.
—¿Tuviste problema alguna vez con tu compañero que murió en el incendio? ¿Te caía mal o algo?
—No, ni siquiera sabía que iba en mi salón. 
—¿Te arrepientes de haber salvado a tu juguete y no a tu compañero?
—Pues no, era mi juguete favorito y me lo regalaron mis papás.
—Si hubiese sido Felipe el que pedía ayuda a gritos, ¿qué hubieses hecho? 
—Lo hubiese ayudado".
Tras veinte sesiones así, un día mis padres me llamaron a la sala y me dijeron, "hijo, acompáñanos, vamos a visitar a la abuela"... Y voilà, ya pasaron treinta y cinco años y sigo sin entender, ¿por qué carajo estoy aquí?

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